Desde lo alto de aquel risco sentía que tenía el Universo entero ante sí. Miraba hacia abajo y todo le parecía tan pequeño, tan insignificante, tan nimio, tan mediocre… Se hallaba en un estadio tan alejado de todo aquello… Sentía que el mismísimo Firmamento era un enorme océano en el que podría zambullirse siempre que quisiera, nadar, bucear, jugar incluso hasta la locura en sus profundidades; para después salir y regresar al plano en el que ahora se encontraba. Y no se lo pensó dos veces.

Eso era lo que más le gustaba y lo que le diferenciaba del resto: mientras los demás no eran capaces de salir a la superficie, pues no veían más allá de sus narices (¿cómo le explicarías a un pez que más allá de su mundo abisal existe otro mucho más grande?) él, sin embargo, sabía que podía sumergirse y confundirse entre aquellos, pero que también era capaz de volver a su plano más elevado y departir con quienes con él convivían.

No era, ni mucho menos, un dios; ni siquiera una deidad; no es que hubiese muerto y se encontrase en otro plano espiritual… no. Estaba muy vivo. Quizá demasiado vivo. Lo que realmente ocurría es que él sí había conseguido despertar.

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Texto: Ángel Román Ramírez (Un Bardo en Tartessos), 2016.

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